Palabras para un premio
Jordi Doce
Entiendo que no se sorprenderán demasiado si les digo que recojo este Premio con un profundo sentimiento de alegría y gratitud. Un agradecimiento dichoso que expreso aquí, en esta sala, ante ustedes, pero que hago extensible a todas las personas que han hecho posible la creación de este I Premio Nacional de Poesía «Meléndez Valdés» y que han sabido cuidar hasta el último detalle del mismo a lo largo de sus diversas etapas, desde el proceso de selección de los libros finalistas hasta la presente ceremonia de entrega.
Con todo, quizá mis palabras resulten menos predecibles si comparto con ustedes los motivos reales, precisos, de mi gratitud y mi alegría. Y el primero –y desde luego el más importante en un plano íntimo– es que este Premio se me haya concedido en Extremadura, territorio al que me siento unido por múltiples vínculos de amistad y de admiración y al que no dejo de volver cada vez que tengo ocasión. En efecto, son ya casi veinte años de lecturas públicas, encuentros personales, congresos y publicaciones que atestiguan esa relación íntima con la poesía extremeña y sus protagonistas, y en general con un tejido cultural que es para mí ejemplo de rigor, buen hacer y esfuerzo colectivo. Recuerdo cómo, allá por los primeros años noventa del siglo pasado, las publicaciones que venían de esta tierra, empezando por la mítica Espacio/Espaço Escrito y siguiendo por los libros primeros de Álvaro Valverde, Ángel Campos Pámpano o Ada Salas, por nombrar a poetas centrales en mi formación y mi educación sentimental, eran el espejo en el que muchos nos mirábamos para refinar y poner en valor nuestra vocación literaria. Extremadura tenía mucho de faro o avanzadilla (por no hablar de su condición de puerta primera a la poesía y en general la literatura portuguesa). Y mirábamos a aquellos poetas como a hermanos mayores, buscando guía, consejo, estímulo. La creación de la Editora Regional de Extremadura –nuestra querida ERE– y el trabajo sucesivo de quienes han estado al frente de la Editora y del Plan de Fomento de la Lectura –quiero recordar muy particularmente la década prodigiosa de Fernando Pérez González–, la creación de las Aulas Literarias gracias al impulso y la inventiva de Ángel Campos, el esfuerzo en múltiples frentes de Miguel Ángel Lama, Julián Rodríguez o el ya mencionado Álvaro Valverde, entre muchos otros, crearon un suelo fecundo para la creación y el pensamiento literarios. Extremadura es, en efecto, un milagro poético. Y lo confirma el surgimiento de escritores jóvenes que no dejan de trabajar, actualizándolo, sobre el surco abierto por sus predecesores; o el detalle, a mi juicio nada trivial, de que la dirección de la Editora la ocupe actualmente un escritor barcelonés, Eduardo Moga, elegido en un severo proceso de selección que implica exigencia profesional y amplitud de miras. Todo un ejemplo, de nuevo.
El segundo motivo de alegría se lo debo al nombre mismo del premio, dedicado al humanista Juan Meléndez Valdés. Como hijo que soy de una francesa instalada en España desde hace más de medio siglo, entenderán que la figura de este poeta, jurista y político ilustrado, de ideas afrancesadas, me resulte enormemente atractiva. Una figura, además, que conocí muy pronto por su larga amistad y su relación intelectual con Jovellanos, que es un poco el genio tutelar de Gijón y cuya casa natal, como era preceptivo, visitábamos cada año los escolares del Colegio Nacional Jovellanos, que ocupaba una sección del antiguo Instituto que él mismo había fundado más de siglo y medio antes. Ni siquiera el hollín del franquismo, pues, podía oscurecer su figura y la de sus amigos, entre los que Meléndez Valdés, el gran Batilo, ocupaba un lugar preferente. Así lo confirma el que los retratos de ambos humanistas que realizó Goya se entrelazaran muy pronto en mi memoria visual; ya entonces, claramente, se me aparecían como emblemas gemelos de un proyecto social e intelectual que las fuerzas más violentas y oscuras de la reacción española se habían empeñado en truncar, sin lograrlo del todo.
Los poetas del dieciocho, los llamados neoclásicos, no gozan del aprecio de los lectores, como sabemos, y es una lástima. Tampoco los poetas y críticos contemporáneos, con las salvedades de rigor, hemos cumplido con nuestro deber de acercar y poner en valor una obra que, en el mejor de los casos, se lee con cuentagotas. Es verdad que su elegancia un tanto refitolera, su tendencia al didactismo y su lenguaje a veces convencional los han consignado en el baúl del tiempo, del que cuesta sacarlos. Pero las nociones que alientan en su obra, en verso o en prosa, están en el origen de nuestros ideales de progreso y de lo que, mal que bien, podemos llamar la sensibilidad moderna. Unos ideales de progreso que se distinguen, primeramente, por la importancia que otorgan al conocimiento, el acceso a la educación y el ejercicio de la razón crítica. Pero la razón sola, como sabemos o hemos aprendido a saber, no basta, no sirve sin el concurso de las emociones y la imaginación. Esa sensibilidad moderna que Jovellanos, Moratín, Cadalso o Meléndez Valdés prefiguran en sus escritos se funda justamente en la convicción de que el individuo debe conocerse a sí mismo cultivando una vida interior, eso que ahora llamamos intimidad. Y que la vía principal para cultivar esa «vida interior» es el arte, la literatura, la reflexión filosófica. Sólo entonces, cuidando esa interioridad donde arte y pensamiento filtran nuestros recuerdos, nuestros deseos y aspiraciones, podemos tomar distancia crítica con el mundo y ser de verdad libres. O, dicho con palabras que subrayan la dimensión política del asunto: ser ciudadanos de pleno derecho.
Nuestros poemas son muy distintos en apariencia de los que escribió Meléndez Valdés. Pero el impulso que nos lleva a ellos, diría, apenas ha cambiado. La poesía, lo ha recordado Francisco Brines, no tiene público sino lectores. No es cosa de multitudes, sino de individuos libres que conversan a través del espacio y del tiempo. Es el lenguaje en el que nuestras soledades respectivas dialogan y en el que nuestra intimidad se desnuda y asume sin disimulos los datos mondos y lirondos de la existencia. De ahí que a veces nos parezca un huésped incómodo, como una piedra en el zapato que nos duele al caminar. Pero seguimos volviendo a ella porque, como todo arte, es también un espacio para el placer, donde nos dejamos seducir por el ritmo y la sonoridad de las palabras, donde percibimos de primera mano su gusto y su textura.
Permítanme, pues, cerrar estas palabras de gratitud con un poema del libro premiado, No estábamos allí, donde la proverbial piedra en el zapato que acabo de mencionar es también una imagen de nuestro ir y venir por los días, de ese viaje constante y azaroso, a ratos enigmático, que llamamos vida:
PIEDRA
Vine para estar cerca de la piedra
–la piedra que aguarda en cualquier camino,
anónima y fiel,
que vio durar soles, planetas, prodigios
remotos,
que sufrió el castigo de vientos volubles
y fue deshojándose, menguando sencillamente,
descuidando sus confines
por los siglos de los siglos,
balbuciendo en sueños con la boca llena
–la piedra que estaba dentro de sí misma,
luchando por aflorar
–la piedra que poco a poco se convirtió en grumo,
en grano,
en polvo de escoria que el aire se lleva lejos
y desciende aquí, donde no hay camino,
vistiendo mis ropas y hablando en mi nombre.
Muchas gracias.
(Discurso pronunciado el 26 de mayo de 2017 en Ribera del Fresno, Badajoz, con motivo de la entrega del I Premio Nacional de Poesía «Meléndez Valdés» al mejor libro de poesía publicado en 2016.)